Un gran documental destinado a la polémica

Reseña de Jorge Ruffinelli

Así como en “Aparte” (2002) Mario Handler enfocó su cámara hacia los personajes más marginales y desposeídos de Montevideo, en “Decile a Mario que no vuelva” (2008) la gira hacia sí mismo y un grupo de contemporáneos que vivieron — y muchos padecieron dramáticamente — la dictadura militar uruguaya que se inició en 1973 y duró trece años.

El documental parte de una pregunta: ¿Cómo vivieron los que se quedaron, tanto quienes sufrieron prisión como en la vida cotidiana? Porque Handler, que había pertenecido a una célula tupamara y en algún momento había fotografiado a los detenidos en la Cárcel del Pueblo, amén de otras actividades, marchó al exilio y vivió durante 26 años en Caracas, Venezuela. El título del documental se explica en una secuencia en que el escritor y dramaturgo Maurio Rosencof cuenta que, ya detenido, pudo decirle en voz baja y muy rápidamente a su ex-mujer, Decile a Mario que no vuelva, ya que regresar al país durante la dictadura habría significado para Handler la detención y un destino imprevisible (o demasiado previsible).

En las últimas secuencias de este documental, Handler señala otros motivos, si se quiere más “personales” y éticos, que lo motivaron a realizarlo: el hecho de que en Venezuela había filmado pero nunca sobre el tema uruguayo (y esto era una deuda), sumado a la sensación de que los años y recientes quebrantos de salud podrían hacer, de ésta, su última película. Con esta doble conciencia honesta de deuda a cumplir y de legado a dejar como documentalista que dedicó su vida adulta al cine, Mario Handler realiza un documental en muchos sentidos valiosísimo. Y polémico.

La pregunta inicial, al menos en lo que respecta a la vida cotidiana de quienes no sufrieron la cárcel, se desarrolla en los primeros quince minutos, con los testimonios de una periodista (Villaverde), un crítico de cine (Concari) y un escritor (Frontán), y algunos minutos de noticieros de la dictadura: la represión en los hábitos estaba en el aire, bajo las formas de la inseguridad personal, la vestimenta (nada de faldas cortas para las jóvenes) o la ausencia de un “modelo de ser varón” (Frontán) para alguien que estaba descubriendo su (homo) sexualidad y cometía el dislate de ingresar en la Escuela Naval.

El platillo fuerte del documental viene después, porque todos los testimonios comienzan a centrarse en los apremios físicos (la tortura), tanto de quienes la padecieron (Rosencof, Engler, Berruti, Cámpora, Vigil, Macchi) como de aquellos que la ejecutaron (Gilberto Vázquez, militar preso), o colaboraron en la “inteligencia” policial y militar (Ricardo Domínguez, investigador privado), o piensan que “muchos” aún debieran seguir en la cárcel (Daniel García Pintos, político). Caso aparte — aunque no mucho — lo constituye el escritor Carlos Liscano, que fue detenido antes del golpe de estado y liberado después de su fin. Como en algún momento se define, “No soy hijo de la dictadura sino de la cárcel”.

La tortura se ha convertido, por desdicha, en un tema actual internacionalmente, y los testimonios de este documental, con toda la serenidad con que son expuestos por parte de víctimas y torturadores, alcanza una vigencia inesperada. La “picana” y el “tacho” [tanque de 200 litros de agua] se convierten en dos términos de uso común, a veces hasta para ilustrar anecdóticamente la lucha por la sobrevivencia. Berruti cuenta cómo Vigil gritaba “Picana no!” engañando así a sus agresores, ya que el “tacho” y la asfixia por agua resultaban más intolerables que los golpes eléctricos. El mismo Rosencof refiere (y su novela El bataraz desarrolla literariamente) la estrategia psicológica de “transferir” el sufrimiento de la tortura a un ser imaginario, en este caso un gallo (“al que torturan es al gallo”). Ejemplos como éstos, por desgracia, habrán de ingresar en la historia de la barbarie humana como ejemplos de la crueldad gratuita, y también del amor por la vida y las estrategias de sobrevivencia.

Con suprema habilidad narrativa, Mario Handler trenza los testimonios buscando establecer un verdadero relato colectivo, haciendo muchas veces que un testimonio esté contestado en otro. Esta estrategia discursiva rinde los mejores resultados desde el punto de vista del relato general, porque le da a la película un ritmo ágil, atractivo, combatiendo así la lentitud propia de las entrevistas. Lo que se propone Handler, ante todo controlando la edición — cuando todo ya ha sido dicho y filmado —, es realizar un solo relato múltiple, complejo, con las diferentes voces. También forzosamente contradictorio ideológicamente. Y las contradicciones no se establecen, como podría creerse prima facie, sólo entre los dos “adversarios” de aquella época, sino a menudo entre los mismos compañeros de lucha, prisión y tortura. De ahí que, hacia el final, el diálogo entre Engler y Vigil sea enormemente rico en complejidad cuando se trata de calibrar nociones como “perdón”, “convivencia”, “compasión por sí mismos”. Este es un punto en que la herida abierta por la acción tupamara pero ante todo por la dictadura militar no cicatrizó nunca, hasta el presente. Handler dice en un momento final de su documental, que “este film es un intento de reconciliación o de convivencia. Y es también una búsqueda de la verdad o verdades. Y quizá una reconstrucción del alma de la sociedad y de mi alma”. Es probable que su documental genere polémica (como por otros motivos generó Aparte), porque los términos reconciliación y convivencia han sido utilizados menos por los sectores de izquierda o progresistas que por aquellos interesados en la amnesia general ante sus actos bárbaros. Así y todo, el militar encausado (Gilberto Vázquez) sospecha que las cosas no quedarán como están, implicando que empeorarán para los suyos; Engler exige moralmente “el día en que se humillen” antes de pensar en reconciliación, pero sabiendo que un mea culpa no ha de sobrevenir; Frontán (en una de las pocas escenas realmente emotivas del documental) señala que la dictadura mutiló a su generación, la destrozó para siempre.

Los segmentos más fuertes del documental, a mi juicio, son: la secuencia en que Vázquez niega que hubiera sentimientos antisemíticos en las fuerzas de represión, para agregar, instantes después, que en Alemania él aprendió la verdadera historia del país, “no la que los judíos han difundido”; la historia que cuenta Jessie Macchi sobre su embarazo y parto en la cárcel; el momento en que Liscano descubre que habla “solo”, y su relato sobre la radio Pekín y la Vuelta Ciclista; la admirable definición de tortura que hace el Comisario Otero y que podría suscribir cualquier defensor de los derechos humanos; la visita de la Cruz Roja al penal y la historia de las “medias” desaparecidas, en palabras de Rosencof; el diálogo final entre Engler y Vigil sobre sus diferentes valoraciones de lo que vivieron y sus perspectivas desde el presente y hacia el futuro; el momento de quiebre emocional de Frontán al intuir lo que pudo ser el Uruguay de no haber existido la dictadura.

Es notable confirmar una vez más, con esta película, tanto la proteica naturaleza del género como la tendencia, hoy prácticamente hegemónica, del “documental personal”, que abrió finalmente una brecha a la idea presuntamente sólida de que en el documental el autor debía estar ausente, y su subjetividad disuelta en una propuesta de “objetividad neutra”. Decile a Mario que no vuelva es un documental activo y vivo porque Handler busca respuestas dentro de un contexto que él conocía — antes de su ausencia de tres décadas — y en el cual él mismo era conocido. Cuando Rosencof le envió el mensaje precautorio fue, obviamente, porque Handler ya había ejercido un cine militante, de denuncia social y política, y “no era difícil saber quién era el autor de Carlos” (dice Rosencof). Carlos (1965), Me gustan los estudiantes (1968), Líber Arce (1970) eran películas muy conocidas en el Uruguay, y en diversos momentos Handler alterna fragmentos de ellas con sus reflexiones en voice over, en este nuevo documental. Por ejemplo, fragmentos de Me gustan los estudiantes fueron usados por la dictadura en un sentido contrario a la intención originaria del documental: como denuncia de la “subversión”.

Si de algo peca la película es de un intento de pureza fílmica, con voluntad tesonera de alejarse lo más posible del “reportaje” televisivo, del cine didáctico e histórico, aunque en la búsqueda de respuestas no puede dejar de contar con los testimonios directos, con los personajes reales hablando al director y a la cámara, es decir a los espectadores. Todo ello en un estilo de gran sobriedad expositiva, des-dramatizada salvo en un par de momentos, porque se trataba de salvar el discurso general del tema de cualquier asomo de amarillismo, de explotación gráfica del sufrimiento. Pero en esta opción, la película exige de sus espectadores — y ante todo de las generaciones más jóvenes, muchos de los cuales no vivieron las vicisitudes de la dictadura — nutrirse de un contexto que supere la escasa información de unas leyendas iniciales en que la película se refiere al período en cuestión. Porque salvo para quienes vivimos aquella época, los nombres de Alejandro Otero, o de Jesse Macchi, o de Henry Engler, por decir unos pocos, no tendrán la resonancia histórica necesaria que le da una gran significación a este documental.

Sólo el hecho insólito de reunir en él, años después de los hechos, a tupamaros, policías y militares es de una significación imponente aunque sus efectos puedan ser valorados por cada uno de maneras diferentes. ¿Cómo pueden los jóvenes — después del bárbaro hiato cultural de la dictadura y los veinte años de difícil reconstrucción de la identidad nacional — calibrar el documento que están viendo? ¿Por qué no enterarse, también, que la significación individual de varios de estos personajes convocados al testimonio es notable: que Otero fue uno de los policías más eficaces (y de conducta paradójicamente más ética) en la represión contra los tupamaros; que Jesse Macchi fue una líder tupamara que se fugó en la espectacular fuga de mujeres de la cárcel de Punta Carretas, y que Engler, en 2004, fue candidato al Premio Nobel de Medicina por sus investigaciones sobre el Alzheimer? O datos más pequeños, como señalar que con el sobrenombre “Ñato”, Rosencof se refiere a Eleuterio Fernández Huidobro, y que el ingenioso invento de “reinventar el Morse” y así comunicarse pared de por medio (“trece años hablando a golpe de nudillos”), es uno de los grandes temas del libro Memorias del calabozo de Rosencof y F. Huidobro.

El nuevo cine uruguayo, tan notable en sus últimos veinte años, ha sido remiso en enfrentar su pasado dictatorial con los usos renovados y brillantes del documental contemporáneo. Argentinos y chilenos han ganado la partida, en comparación. De ahí que el regreso de un gran cineasta como Handler al país no ha sido gratuito ni insustancial: generó dos documentales brillantes, Aparte y Decile a Mario que no vuelva; ejemplificó con su talento fílmico la “lección del maestro”: hay que hacer cine que sirva a la reflexión, a la inteligencia, para “restaurar” el alma nacional e individual. Si algo nos han enseñado las décadas de dictadura militar y de vuelta a la democracia es que la lucha por la justicia y contra la barbarie nunca deja de ser vigente. Y que el talento dedicado a contar historias en cine debe seguir manejando, ampliando, renovando su lenguaje.


[Jorge Ruffinelli / jorge321@aol.com]
Professor
Department of Spanish and Portuguese
Stanford University
Stanford, California 94305



DIS A MARIO DE NE PAS RENTRER
Un grand documentaire destiné à la polémique
De Jorge Rufinelli, traduit par Odile Bouchet

Dans Aparte (2002) Mario Handler a orienté sa caméra vers des personnages les plus marginaux et misérables de Montevideo. De la même façon, dans Decile a Mario que no vuelva (2008) il la tourne vers lui-même et un groupe de ses contemporains qui ont vécu –et beaucoup dans de dramatiques souffrances- la dictature militaire uruguayenne instaurée en 1973, qui a duré 13 ans. Le documentaire part d’une question: Comment ont vécu ceux qui sont restés, ceux qui ont fait de la prison aussi bien que le vécu quotidien? Car Handler, qui avait appartenu à une cellule des Tupamaros et avait eu l’occasion de photographier les détenus de la Prison du Peuple, entre autres activités, est parti en exil et a vécu 26 ans à Caracas, Venezuela. Le titre du documentaire vient d’une séquence où l’écrivain et dramaturge Mauricio Rosencof raconte qu’après son arrestation il a pu murmurer très vite à son ex-femme «Dis à Mario de ne pas rentrer», car rentrer au pays pendant la dictature aurait signifié pour Handler la prison et un destin improbable (ou trop probable).

Dans les dernières séquences du documentaire, Handler donne d’autres raison, si l’on veut plus «personnelles» et éthiques, qui l’ont poussé à le réaliser: le fait qu’au Venezuela il a fait des films mais jamais sur le thème de l’Uruguay (il s’en sentait en dette), s’ajoutant à l’impression que les années et des problèmes de santé récents pourraient en faire son dernier film. Avec ce double acquis de conscience d’honorer sa dette et de laisser un héritage comme documentariste ayant consacré toute sa vie adulte au cinéma, Mario Handler réalise un documentaire de grande valeur sous bien des rapports. Qui plus est, polémique.

La question initiale, au moins à propos de la vie quotidienne de ceux qui n’ont pas subi la prison, est développée dans les 15 premières minutes, sur les témoignages d’une journaliste (Villaverde), d’un critique de cinéma (Concari) et d’un écrivain (Frontán), avec des bulletins d’information de la dictature; la répression au quotidien était dans l’air du temps: insécurité personnelle, contrôle des vêtements (mini-jupe prohibée pour les jeunes) ou absence d’un «modèle de masculinité» (Frontán) pour un homme en train de se découvrir une (homo) sexualité, qui commettait la bévue de s’inscrire à l’école navale.

Le plat de résistance du documentaire vient plus tard, quand les témoignages commencent à tourner autour des pressions physiques (la torture), de ceux qui les ont subies (Rosencof, Engler, Berruti, Cámpora, Vigil, Macchi) tout comme de ceux qui l’ont appliquée (Gilberto Vázquez, militaire prisonnier) ou ont collaboré avec les services «d’intelligence» policière et militaire (Ricardo Domínguez, détective privé), ou pensent que «beaucoup» devraient être toujours en prison (Daniel García Pintos, homme politique). L’écrivain Carlos Liscano constitue un cas à part, mais pas de beaucoup: arrêté avant le coup d’Etat et libéré après la fin de la dictature. Comme il dit à un moment: «Je ne suis pas fils de la dictature mais de la prison.»

La torture est malheureusement devenue un thème d’actualité internationale, et les témoignages de ce documentaire, exposés avec grande sérénité de la part des victimes comme des tortionnaires, ont une force surprenante. La gégène et le sous-marin (réservoir de 200 litres d’eau) deviennent des mots d’usage normal, parfois même en illustration anecdotique de la lutte pour la survie. Berruti raconte comment Rosencof criait «pas la gégène!» pour tromper ses tortionnaires, car l’asphyxie du sous-marin lui était plus intolérable que les secousses électriques. Le même Rosencof rapporte (son roman El Bataraz développe littérairement ce point) la stratégie psychologique de «transférer» la souffrance de la torture à un être imaginaire, ici un coq («c’est le coq qui est torturé»). Ces exemples devront malheureusement entrer dans l’histoire de la barbarie humaine en exemple de la cruauté gratuite, et aussi de l’amour pour la vie et des stratégies de survie.

Avec une suprême habileté narrative, Mario Handler tresse les témoignages afin d’établir un véritable récit collectif, faisant souvent qu’un témoignage réponde à un autre. Cette stratégie discursive donne les meilleurs résultats du point de vue du récit général, car elle donne au film un rythme agile, attrayant, combattant ainsi la lenteur qui caractérise les entretiens. Le propos de Handler, avant tout en contrôlant l’édition –lorsque tout a été dit et filmé-, est de réaliser un seul récit pluriel, complexe, avec les différentes voix. Il est aussi, par la force des choses, contradictoire idéologiquement. Et les contradictions ne s’établissent pas seulement, comme on pourrait le croire de prime abord, entre les deux parties adverses de l’époque, mais aussi souvent entre les compagnons de lutte, de prison et de torture eux-mêmes. D’où, vers la fin, le dialogue entre Engler et Vigil, d’une riche complexité quand il leur faut évaluer des notions telles que «le pardon», «la vie ensemble», «la compassion envers soi-même». C’est un point sur lequel la blessure ouverte par l’action des Tupamaros mais avant tout par la dictature militaire n’a jamais cicatrisé, jusqu’à présent. Handler dit vers la fin du documentaire que «ce film est une tentative de réconciliation ou de moyen de vivre ensemble. Et aussi une recherche de la ou des vérités. Et peut-être une reconstruction de l’âme de la société et de la mienne.» Son documentaire provoquera sûrement des polémiques (comme Aparte mais pour d’autres raisons), parce que les termes réconcilier et vivre ensemble sont moins utilisés par les secteurs de gauche et les progressistes que par ceux qui ont intérêt à l’amnésie générale face à leurs actes barbares. De toutes façons, le militaire inculpé (Gilberto Vázquez) se doute que les choses ne vont pas en rester là, ce qui implique qu’elles vont empirer pour son côté; l’exigence morale d’Engler est d’attendre «le jour où ils seront humbles» pour penser à la réconciliation, tout en sachant qu’il n’y aura pas de mea culpa ; Frontán (une des rares scènes vraiment émouvantes du documentaire) a montré que la dictature a mutilé sa génération, et l’a déchirée à jamais.

Les passages les plus forts du documentaire, selon moi, sont: la séquence où Vázquez nie les sentiments antisémites des forces de répression, pour ajouter quelques instants plus tard qu’il a appris en Allemagne la vraie histoire du pays, «pas celle que les Juifs ont diffusée»; ce que raconte Jessie Macchi sur sa grossesse et son accouchement en prison; le moment où Liscano découvre qu’il parle «seul», et son récit sur Radio Pékin et le Tour cycliste; l’admirable définition de la torture faite par le commissaire Otero à laquelle souscrirait tout défenseur des droits de l’homme; la visite de la Croix Rouge au pénitencier et l’histoire des «chaussettes» disparues, selon Rosencof ; le dialogue final entre Engler et Vigil sur les évaluations différentes qu’ils font de leur vécu et leurs perspectives du présent vers l’avenir; le moment où Frontán est brisé par l’intuition qu’il a de ce qui aurait pu être en Uruguay sans la dictature.

Il est remarquable de confirmer une fois encore, par ce film, tout autant la nature polymorphe du genre, que la tendance, à présent presque hégémonique, au «documentaire personnel», qui a finalement battu en brèche l’idée supposée solide que dans le documentaire l’auteur devait s’effacer et dissoudre sa subjectivité dans une proposition «d’objectivité neutre». Decile a Mario que no vuelva est un documentaire actif et vivant parce qu’Handler cherche des réponses dans un contexte qu’il connaissait –avant son absence de trois décennies- et où il était connu lui-même. Rosencof lui a évidemment envoyé ce message protecteur parce qu’Handler avait pratiqué un cinéma militant, de dénonciation sociale et politique, et «savoir qui était l’auteur de Carlos n’était pas bien compliqué» (dit Rosencof). Carlos (1965), Me gustan los estudiantes (1968), Líber Arce (1970) étaient des films très connus en Uruguay, et Handler inclut plusieurs fois des fragments de ces films avec un commentaire en voice over dans ce nouveau documentaire. Par exemple, des fragments de Me gustan los estudiantes ont été utilisés par la dictature dans le sens contraire à l’intention originelle du documentaire: pour dénoncer la «subversion».

Si le film pèche sur un point c’est celui de la tentative de pureté filmique, dans une volonté passionnée de s’éloigner le plus possible du «reportage» télévisuel, du cinéma didactique et historique, quoique dans la recherche de réponses il ne peut pas se passer du témoignage direct, avec les personnages réels qui parlent au cinéaste et à la caméra, c’est à dire aux spectateurs. Le tout a un style d’une grande sobriété d’exposition, dédramatisée sauf exception, car il tentait d’épargner le discours général de tout recours au scandale et à l’exploitation visuelle de la souffrance. Mais par ce choix, le film exige des spectateurs –et avant tout des jeunes générations qui pour la plupart n’ont pas vécu les vicissitudes de la dictature- qu’ils se nourrissent d’un contexte qui dépasse la maigre information des légendes initiales où le film fait référence à la période en question. En effet, sauf pour nous autres, qui avons vécu cette époque-là, les noms d’Alejandro Otero, de Jesse Macchi ou d’Henry Engler, pour n’en citer que quelques-uns, ne doivent pas avoir la résonance historique nécessaire pour donner tout son , sens à ce documentaire.

Le seul fait, insolite, de réunir, des années après les faits, Tupamaros, policiers et militaires, donne au film une dimension imposante, même si ses effets seront appréciés par chacun de façon diverse. Comment les jeunes peuvent-ils, après l’incroyable hiatus culturel de la dictature et les 20 ans de difficile reconstruction nationale- évaluer le document qu’ils regardent? Pourquoi ne pas apprendre au passage la dimension individuelle remarquable de plusieurs de ces personnages qui témoignent? Otero a été l’un des policiers les plus efficaces (et dont la conduite a été paradoxalement la plus correcte éthiquement) dans la répression contre les Tupamaros; Jesse Macchi a été une des leader des Tupamaros qui a fui dans la spectaculaire évasion de la prison des femmes de Punta Carretas et Engler, en 2004, a été candidat au prix Nobel de médecine pour ses recherches sur la maladie d’Alzheimer. Ou des informations moins importantes, signaler par exemple que par le surnom de Ñato, Rosencof parle d’Eleuterio Fernández Huidobro, et que l’ingénieuse invention de «réinventer le morse», et de communiquer ainsi à travers les murs («13 ans à parler à coups de phalanges»), et l’un des grands thèmes du livre Memorias del calabozo de Rosencof et F. Huidobro.

Le nouveau cinéma uruguayen, si remarquable depuis 20 ans, a tardé à affronter son passé dictatorial avec les pratiques novatrices et brillantes du documentaire contemporain. Les Argentins et les Chiliens, en comparaison, ont gagné la partie. Ce qui fait que le retour d’un grand cinéaste comme Handler au pays n’a été ni gratuit ni superficiel: il a donné deux documentaires brillants, Aparte et Decile a Mario que no vuelva; son talent de cinéaste y devient «la leçon du maître»: il faut faire que le cinéma serve la réflexion, l’intelligence, pour «restaurer» l’âme nationale et individuelle. S’il faut tirer une leçon des décennies de dictature militaire et de retour à la démocratie, c’est que la lutte pour la justice et contre la barbarie reste toujours d’actualité. Et que le talent consacré à raconter les histoires au cinéma doit continuer à manier, élargir et rénover son langage.